top of page
Buscar

Del sentimiento trágico de la vida - El hombre de carne y hueso

  • Foto del escritor: Andy Martinez
    Andy Martinez
  • 25 jun 2020
  • 4 Min. de lectura

Yo, como muchos, crecí en una ciudad latinoamericana, una cultura profundamente católica. Nacemos y se nos bautiza, nuestros padres aceptan el Espíritu Santo para lavar el pecado original que habita en nosotros. Nuestra vida sigue su rumbo y recibimos la primera comunión, ese pedazo de hostia donde se encuentra el cuerpo de Cristo. ¿Qué buscamos en Cristo?


Dentro de esta cultura cristiana católica surge la figura de Miguel de Unamuno, figura importante de la Generación del 98 y de la literatura de comienzos del siglo XX. Su obra, Del sentimiento trágico de la vida, encierra la madurez de su pensamiento filosófico.


Unamuno comienza su ensayo diciendo que la filosofía responde a la necesidad de formarnos una concepción unitaria y total del mundo y de la vida, y como consecuencia, un sentimiento que engendre una actitud íntima y hasta una acción. La filosofía brota de nuestro sentimiento respecto a la vida misma.


Es por esto que el hombre de carne y hueso es el sujeto y supremo objeto de toda filosofía. No lo es la idea científica del hombre. Nuestra esencia es el esfuerzo que ponemos en seguir siendo hombres, en no morir.


El filósofo español se pregunta: ¿se hizo el hombre para la ciencia o se hizo la ciencia para el hombre? A lo que responde: el mundo se hace para la conciencia, para cada conciencia.


El más trágico problema de la filosofía es la de conciliar las necesidades intelectuales con las necesidades afectivas y con las volitivas. ¿Qué anhela el hombre? Anhela no morir, anhela encontrar en el Cristo de hostia la eternidad.


Para Unamuno, la razón se presenta como una enfermedad, y es una verdadera y trágica enfermedad la que nos da el apetito de conocer por el gusto del conocimiento mismo, por el deleite de probar de la fruta del árbol de la ciencia del bien y del mal.


Todo lo vital es antirracional, no ya solo irracional, y todo lo racional, antivital. Y esta es la base del sentimiento trágico de la vida. El punto de partida de toda filosofía humana es el ansia de no morir.


Ese pensamiento de que me tengo que morir y el enigma de lo que habrá después, es el latir mismo de mi conciencia. El hambre de Dios, la sed de eternidad, de sobrevivir, nos ahogará siempre ese pobre goce de la vida que pasa y no queda.


Ante este terrible misterio de la inmortalidad, cara a cara de la Esfinge, el hombre adopta distintas actitudes y busca por varios modos consolarse de haber nacido.


La solución católica de nuestro problema satisface a la voluntad y, por lo tanto, a la vida, pero al querer racionalizarla con la teología dogmática, no satisface a la razón. Se quiere dar valor de realidad objetiva a lo que no la tiene, aquello cuya realidad no está sino en el pensamiento. Y la inmortalidad que apetecemos es una inmortalidad fenoménica, es una continuación de esta vida.


Por cualquier lado que la cosa se mire, siempre resulta que la razón se pone enfrente de nuestro anhelo de inmortalidad personal, y nos le contradice. Y es que en rigor la razón es enemiga de la vida. Es un trágico combate, es el fondo de la tragedia, el combate de la vida con la razón.


En el fondo del abismo se encuentran la desesperación sentimental y volitiva y el escepticismo racional frente a frente, y se abrazan como hermanos. Razón y fe son dos enemigos que no pueden sostenerse el uno sin el otro.


De este abismo de desesperación puede surgir esperanza, y cómo puede ser fuente de acción y de labor humana, hondamente humana, y de solidaridad y hasta de progreso.


Unamuno nos lleva a un campo de fantasías no desprovistas de razón, pues sin ella nada subsiste, pero fundadas en sentimiento. Es el amor lo más trágico que en el mundo y en la vida hay; es el amor hijo del engaño y padre del desengaño; es el amor el consuelo en el desconsuelo, es la única medicina contra la muerte, siendo como es de ella hermana.


Y es a través del amor que se cree en un Dios vivo y personal, en una conciencia eterna y universal que nos conoce y nos quiere, es creer que el universo existe para el hombre. No es, pues, necesidad racional, sino angustia vital, la que nos lleva a creer en Dios.


La fe es cosa de la voluntad, es movimiento del ánimo hacia una verdad práctica, hacia una persona, hacia algo que nos hace vivir y no tan sólo comprender la vida. La fe es nuestro anhelo a lo eterno, a Dios, y la esperanza es el anhelo de Dios, de lo eterno, de nuestra divinidad, que viene al encuentro de aquella y nos eleva.


El hombre es tanto más hombre, esto es, tanto más divino, cuanto más capacidad para el sufrimiento, o mejor dicho, para congoja, tiene. Creer en Dios es amarle, y amarle es sentirle sufriente, compadecerle.


El fin del hombre es la felicidad eterna, que consiste en la visión y goce de Dios por los siglos de los siglos. El cristianismo, la única religión que los europeos del siglo XX pueden sentir es una salida desesperada.


El sentimiento trágico de la vida es el sentimiento mismo católico de ella, pues este es trágico. Lo que el hombre busca en la religión, en la fe religiosa, es salvar su propia individualidad, eternizarla, lo que no se consigue con la ciencia, ni con el arte, ni con la moral.


La conclusión que Miguel de Unamuno da a sus ideas es que debemos practicar el quijotismo, estos es la más desesperada lucha de la Edad Media contra el Renacimiento, que salió de ella. Es de la desesperación donde nace la esperanza heroica.


Así, al confirmar uno su fe, comienza la lucha interior que se convierte en el sentimiento trágico de la vida: la lucha entre la razón y la vida para encontrar un para qué en este mundo.

コメント


bottom of page