Guatemala: siempre más
- Luis Felipe Garran
- 15 mar 2020
- 3 Min. de lectura
El país a través del canto de la Llorona
Enrique Monteverde es, a todas luces, Efraín Ríos Montt, pero con otra ropa bien podría ser Pedro de Alvarado, o con unos pocos años menos, el prototípico whitemalan que añora el militarismo (sin haberlo conocido realmente) y se vanagloria en la élite del sector empresarial (único círculo en el que se ha movido).
Porque la última película de Jayro Bustamante (Ixcanul, Temblores), La Llorona, es un claro dibujo de la Guatemala actual, pero también de la del conflicto armado y, cómo no, de cuando éramos una provincia (colonia, en realidad) de la España imperial.
Todos lloraban tu tierra, Llorona, tu tierra ensangrentada.
Sollozos de un pueblo herido, Llorona, y de su voz silenciada.
El filme cierra así, con una versión adaptada de la canción tradicional mexicana que comparte nombre con la película. Y no podía ser con la original, no porque no fuera nacional, sino porque la historia guatemalteca es muy suya…
…así que había que acabar con eso, con una canción muy suya.
Sui géneris, dirían los encopetados, como encopetada es la familia del general Monteverde, alrededor de quien gira una historia en la que su pasado le atormenta el presente y le recorta, de bruces, su futuro.
Porque Guatemala es un país de raíces, tronco y frutos indígenas, con un 42% de la población de origen maya y otro 56% ladina que, por mucho que lo niegue, también tiene herencia de los pueblos nativos, pero en donde no son ellos quienes gobiernan; todo lo contrario, los estratos más bajos les están reservados.
Como ocurre con todo el equipo de servicio, incluida la Llorona -Alma- de la mansión del general. Viven en la misma casa que los Monteverde, y los superan en número, pero residen en las habitaciones más chicas, en la zona baja del inmueble, con la ropa que les imponen los patronos y, aunque hablan español, entre ellos se comunican en cakchiquel. De ellos depende que el lugar funcione, que la vida del militar y su esposa siga su curso, y bien podrían hacerles lo que se les diera la gana, pero se saben en una situación de poder inferior, y por eso no logran escalar.
Guatemala es, también, un país que vivió en guerra durante 36 años y, aún así, añora el militarismo. Prueba de ello son las presidencias de Otto Pérez Molina, Jimmy Morales y Alejandro Giammattei; los dos últimos, marciales de clóset y marca blanca; el primero, general retirado.
Y por eso, en la película, la Corte de Constitucionalidad libera a Monteverde por “no haber pruebas para sostener que es culpable de genocidio”, que es la razón por la que se le juzgaba.
Porque en la parte de “cidio” (del latín caedere, que significa “matar”) estaba todo el mundo de acuerdo, pero el prefijo es el que podía salvar al viejo verde de sus acciones de cuando vestía de verde. “Genocidio” o “magnicidio”, igual de malas, pero uno lo enviaba tras las rejas, la otra, al no estar señalado por ello, a su mansión.
Y Guatemala es una nación que nació como colonia, se independizó para sostener la colonia (solo que desde adentro) y se mantiene, a día de hoy, en la colonia. Una clase alta, terrateniente, blanca, descendiente de europeos, con más fuerza desde su fortín feudal no oficial que cualquier mandatario en el trono presidencial, es la que gobierna.
Así se hizo semidiós Alvarado; así arrasaron las tierras indígenas durante el conflicto armado una serie de personajes que luego consiguieron el salvoconducto del miedo y la falta de memoria, y así familias como los Monteverde prosperan en una burbuja que, a medida que se hincha de aire para elevarlos, se hace más estrecha y ajena a la realidad de la verdadera Guatemala.
La Guatemala de Alma.
La Guatemala llorona.
De “tierra ensangrentada y voz silenciada”.
Pero, aunque la película de Bustamante se construye a partir de una leyenda popular, el elemento mítico que cuenta no es la aparición del espíritu de la chica del triángulo Ixil buscando venganza.
Sino que la consiguiera.
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